Su penumbra infundía pavor y el fragor de sus moviementos
era el mayor de los silencios. Era un cuerpo sin piel que poseía un armazón endeble que a
la vez inculcaba obediencia.
Hacía su trabajo con fervor, y sus sometidos agraviaban su
tarea. Eran almas inercias que intentaban dar explicación a aquella perfidia.
Se oían llantos. Solo en aquel momento, se arrepentía toda la
gente cuerda de sus malas
intenciones.
Élla poseía de manera rígida una guadaña que imponía a más
de mil almas agonizar durante tal trayecto.
Todos se evaporaron en un momento efímero dejando un mutismo
inhóspito; Éllos ya desaparecieron de la lista de los vivos..
Pero no fue la muerte, fue el humano el que condenó a todos
eses cuerpos.
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